¡Pronto una gran novedad para el turismo!

CHAVÍN DE HUANTAR

Chavín, el templo de
los dioses andinos

• Crónica de un viaje a las profundidades de nuestra historia.

Guido Sánchez Santur
sasagui35@gmail.com

Después de 10 horas de viaje, abandonamos los cómodos asientos atemperados del bus que nos llevó desde Trujillo y nos abrimos paso entre los taxistas que afanosos ofrecían sus servicios y los guías que en breves segundos recitaban la lista de lugares posibles de visitar. Eran las 7 de la mañana cuando Huaraz nos acariciaba con su frío andino carente de humedad, y a la vez nos impresionaba con sus imponentes nevados que se avistan al fondo de la ciudad, cuyo brillo se acrecienta con la refacción de los matutinos rayos del sol.
No había necesidad de escoger una ruta, el itinerario lo tenían diseñado nuestros anfitriones de Promperú. Tras el consabido desayuno, abordamos la custer que nos llevaría a conocer Chavín de Huántar, ese ícono de la arqueología ancashina, de la cual todavía llevo muy presente las lecciones del profesor de Historia que en el aula se empeñaba en infundirnos la idea de que el poblamiento del Perú empezó en el ande, con las oleadas de nómades que llegaron de la selva. Sustentaba su teoría en los dioses de esta cultura (águila arpía, dragón, jaguar, anaconda y otros animales antropomorfos y zoomorfos), propios de esa.
Desde que partimos nos acompañó un radiante sol radiante que se intensificaba bajo ese cielo azul. La carretera se abría paso entre un paisaje verde y a medida que avanzábamos los nevados parecían que iban agrandándose. Una real maravillaba, aunque el conductor nos advirtió, un tanto apenado, que ya no son los mismos que vio en su niñez y juventud, pues gran parte del hielo se derritió. “Dicen que es por el calentamiento global. A este paso, dentro de pocos años solo quedarán cerros quemados, como ese de allá donde antes era blanquecino y ahora solo queda roca, sin que todavía crezcan plantas”, musitaba entre dientes, como si hablara consigo mismo.
A 40 kilómetros de Huaraz y a 440 metros de altitud nos detuvimos. Estábamos casi en la base de los nevados Yanamaray (Mano Negra) y Pucanraju (Punta Roja), donde se encuentra la laguna Querocha, alimentada con el agua que se desprende del hielo. Está rodeada de una explanada reverdecida por los pajonales que alimentan a las llamas y alpacas. En este lugar corre un viento helado tan fuerte que nos hace tambalear.
Mientras captamos las mejores fotos, una campesina se acerca y nos ofrece chullos, guantes, chalinas o chompas que ella misma teje. Aquí hay pequeños botes para pasearse e instalaciones donde se puede descansar, comer o beber alguna bebida caliente.
Más allá ingresamos al valle de los Conchucos. El guía nos aclara que éste no es un callejón, el único que existe en Ancash es el Huaylas, el más profundo del Perú. La vista panorámica es cinematográfica, la intensidad del colorido paisaje lo imprimen los cultivos de cereales (avena, trigo, cebada) y tubérculos (papa) en sus diferentes fases de producción y en cada cuadrante que divide las propiedades a lo largo de esa ladera.
• GRANDEZA HISTORICA
Las dos horas y media de viaje hasta el distrito de Chavín de Huántar pasaron sin darnos cuenta. Después de almorzar una exquisita Malaya (carne curtida en vino y horneada), un Costillar (costilla de res al horno) o una trucha frita servida con papa sancochada o arroz, nos dirigimos a la enigmática fortaleza de piedra que está a pocos metros del poblado y próximo a la unión de los ríos Mosna y Huacheqsa.
Ingresamos al área intangible, a la vista sólo está un promontorio, aparentemente y nada sorprendente. Tras caminar un kilómetro aparece ante nuestros ojos la Plaza Cuadrangular, delimitada con una estructura lítica y graderías en dos niveles en las que se sentaban los personajes de la nobleza para observar los rituales y ceremonias en homenaje a sus dioses. Cada uno de sus lados mide exactamente 49,72 metros y el piso tuvo inclinación de 90 grados para facilitar el discurrir de las aguas en época de lluvias, las que iban a los drenaje. También apreciamos las hornacinas, en las que los sacerdotes habrían colocado a sus ídolos u ofrendas.
Al centro de esta mística plaza, en la noche iluminada con una luna llena, participamos en el ritual del pago a la tierra. Entre los sonidos melodiosos de tambores y flautas y el acompañamiento de un niño danzante, el jampi kamayog (sacerdote), Sergio Castillo, invocó a los principales apus y huacas de los cuatro puntos cardinales para que acompañen nuestra ofrenda que consistía en un cuy muerto, coca y el infalible san pedro.
LA FORTALEZA
A pocos metros de esta plaza se halla una enorme piedra aplanada con siete hoyos que eran llenados con agua durante el solsticio; a un costado estuvo levantado un lanzón, lo cual hace suponer a los estudiosos que se trata de un calendario solar y que en la plenitud de su vigencia acogía a cientos de personas que venían de diferentes regiones para observar las constelaciones y ofrecer sus pagos (camélidos, piedras, spondilus, etc.).
Al frente tenemos las imponente muralla que rodea la ciudad, construida con enormes piedras de origen volcánico (traídas desde la Cordillera Blanca), las que fueron finamente pulidas. La puerta principal (Portada de la Falconia) nos obnubila por la forma redondeada de sus columnas y los soportes superiores de piedra aplanada.
La grandiosidad de este templo albergó a no más de 40 sacerdotes y nobles. El pueblo sólo llegaba a participar en los rituales, que le rendía una pleitesía especial al considerarlo un espacio divino debido a los estruendosos ruidos parecidos a silbidos que emanaban de las profundidades del suelo y las gruesas paredes, los que eran producidos por la fuerza del agua que discurría a través los canales subterráneos y los 14 ductos (cerca de la plaza ceremonial) que dejaban ingresar aire desde la superficie, cual si fuera una flauta.
Aquellos canales se activaban al desviar las aguas del río Wacheqsa en el solsticio de verano, el mismo que normalmente tenía su cauce en la parte alta, próximo al cerro protector del templo.
LAS GALERÍAS
Sin reponernos de la emoción llegamos a las galerías, una suerte de laberintos iluminados con luz natural que sirvieron como lugares de meditación, rituales y depósitos de ofrendas. Se trata de una construcción antisísmica que ha soportado el paso de las centurias, pero ahora está amenazada por la perenne humedad que genera la salinización de la piedra.
En todo el monumento hay hasta cuatro galerías, en una de los cuales encontramos al famoso Lanzón de Chavín que representa a un dios (caimán) de figura antropomorfa y que está orientado al norte (constelación Orión). Pesa 4,53 toneladas y mide 4,53 metros de altura.
En los muros posteriores aún queda una cabeza clava colocada en su lugar original, el resto se desprendieron, de las cuales fueron llevadas a un depósito y otras desaparecieron con el transcurrir de los años. Éstas estaban situadas a dos metros de distancia una de otra y eran protegidas por cornisas talladas con figuras en bajo relieve.
Al salir de esta obra encomiable, mientras compramos souvenirs y artesanía confeccionada por los propios lugareños, pienso en la enorme impresión y admiración que habría experimentado el historiador Julio César Tello, quien en 1919 llegó hasta aquí para estudiar a esta cultura andina. Es una experiencia inolvidable.

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