Hombres curtidos
por el sol y el mar
Descendientes de los mochicas se aferran a su tradición.
Guido Sánchez Santur
sasagui35@gmail.com
Caminan a paso lento, pero con la frente en alto, siempre con la mirada hacia al horizonte, allá donde se oculta el sol. Tal vez recuerdan que, desde niños, ese pedazo de mar los acogió con ternura, porque supieron dominar y respetar aquellas embravecidas aguas en épocas de marejada. Estos hombres, de piel curtida por el sol y salpicada de hazañas, son los pescadores artesanales del balneario Huanchaco, quizá la etnia más pura del norte peruano, heredera directa de la cultura mochica.
El solo hecho de observar su rutina en su medio natural es un espectáculo sin igual. La respiración se me agita y el orgullo se acrecienta de solo saber que estoy frente de quienes por sus venas corre la misma sangre de aquellos hombres y mujeres que edificaron los templos ceremoniales de la Huaca de la Luna o del complejo arqueológico El Brujo, de singular grandiosidad arquitectónica y colosales muros adornados con una iconografía multicolor y en altorrelieve, a través de la cual revelan la cosmovisión del mundo moche. También son los herederos de los constructores de Chan Chan, la ciudad de barro más grande de América y capital del imperio Chimú.
La tarde cae y los rayos tropicales del sol queman menos que el mediodía, y ellos, sin inmutarse, prosiguen sentados en la arena o en el malecón tejiendo o parchando sus redes; o simplemente mirando el mar, o caminando hacia el muelle o de retorno a su casa.
Como sus predecesores, tienen su propiedad en el mar. Sí, su “chacra marina”, delimitada por líneas imaginarias que solo ellos pueden distinguir. “Cada uno tiene un área que oscila entre los 50 y 60 metros cuadrados, la que al momento de pescar la demarcan con boyas o flotadores”, comenta Hermenegildo Díaz Urcia, un viejo hombre de mar que cuando habla lo hace como si nos estuviera dando una lección.
Este territorio marino que los pescadores ocupan los últimos años se extiende desde las zonas conocidas como El Caracol o Tablazo (frente a Buenos Aires Sur) hasta Buque Varado (al nivel de la playa El Silencio). Y se alejan mar afuera, con sus pequeñas embarcaciones, a una distancia que no supera los 5 kilómetros. “No nos adentramos más porque hacemos una pesca a base de pulmón (remando), y una distancia mayor no es posible debido al cansancio. Además, desde ese límite todavía es posible mirar la costa para orientarnos”, explica Díaz Urcia.
Estos territorios los recorren “cabalgando” sus caballitos de totora para tender sus redes, lanzar el anzuelo o extraer cangrejos. Como siempre, en cada jornada, esperan pescar la mayor cantidad de especies, porque ese es su único sustento diario. Por eso les preocupa mucho las recientes alteraciones climáticas: si las aguas se calientan o se enfrían demasiado, se alejan la especies (suco, cachema, mojarrilla, chita, toyo, lenguado, machete, etc.), y si hay turbulencia, no pueden hacerse a la mar.
“En temporada baja pescamos entre tres y cinco kilos, pero en abundancia cargamos nuestros “caballitos” hasta con 20 kilos, los que entregamos a nuestras esposas para que los vendan en los mercados de Trujillo o a los mismos restaurantes del Huanchaco”, dice Alejandro Urcia Díaz, mientras nos aclara que así manda la tradición.
LOS OLVIDADOS
Estas gentes, de una milenaria estirpe, viven orgullosos de su tradición y son conscientes que gracias a ellos el “caballito de totora” se ha convertido en icono turístico y en símbolo de la región, por ello a primera vista se muestran esquivos y recelosos porque saben que muchos los han aprovechado (les sacaron información de primera mano) y nunca les retribuyeron, y lo que es peor, el turismo aún no los beneficia directamente.
Todavía son pocos, no más de 15, los que utilizan sus embarcaciones para pasear a los turistas, pero eso ocurre en los meses de verano, en invierno los visitantes no se atreven a meterse al mar. Esto les alivia en algo su alicaída economía, y esperan que la demanda aumente.
Los que más sufren son los ancianos porque ya no pueden entrar al mar y proveerse de su sustento. Pese a ello no pierden la esperanza de que en algún momento se haga realidad el anunciado Museo del Caballito de Totora, donde hayan talleres en los que estos “viejos lobos de mar” plasmen sus conocimientos y reseñen sus tradiciones o enseñen a los turistas el proceso de confección de estas embarcaciones moches o el tejido de souvenirs. Además podrían ser excelentes guías de los visitantes. ¿Qué pasará cuando dejemos de pescar?, se interroga Urcia Díaz.
Termina la charla y Hermenegildo se pone de pie y camina lentamente, mientras atisba al océano, ese sonoro testigo de su grandeza, como si buscara una respuesta a sus inquietudes. Seguro que sus pensamientos lo transportan a sus ancestros, a sus tatarabuelos, quienes con su ingenio y destreza surcaron el mar en su enorme patacho y desembarcaron en Huanchaco para hacer de esta región un gran señorío unitario del cual nos sentimos orgullosos.
El sol se oculta, desvaneciendo las alargadas figuras de quienes caminan al filo de la playa. Me voy, con la seguridad que volveré una y otra vez -como el niño que relee el cuento de su preferencia- a mirar el mar y sus hombres añejos surcando las olas con sus “caballitos”.
LA CASA DEL PESCADOR
En una calle estrecha (jirón Bolognesi 50) paralela al malecón, está “Las Totoritas”, una casa sencilla- como las de otros pescadores artesanales de Huanchaco- que generalmente permanece con la puerta cerrada. Esta vez la encontramos abierta, ya sabía de nuestra visita y nos esperaba su propietario Luciano Díaz Huamanchumo, un viejo huanchaquero. Al entrar nos embarga la emoción: las paredes construidas de tapas (totora tejida y armazón de caña) y quincha (caña y barro).
Es una típica casa de los antiguos pescadores que conserva su diseño original. A ésta se llega por de recomendación de otras personas, pues la atención es a puerta cerrada y el público mayoritario es extranjero.
El atractivo no solo radica en su arquitectura, sino en los típicos platos en base a pescado que diligentemente prepara la esposa de Luciano, especialmente el cebiche y la chicha de jora. Esta bebida merece mención aparte, aquí solo se consume la que tiene una maceración de entre dos y tres años, cuyo sabor es único. Y para visitantes muy especiales, el dueño de casa, invita una copa de chicha de cinco años, una maravilla, capaz de equipararse al vino de la mejor calidad. El dueño de casa asegura que es curativa y que desde Canadá viene a Huanchaco un viejo conocido solo a llevarse unas cuantas botellas de esta bebida de los moches.
Después de disfrutar de la exquisita comida y la inigualable chicha, los visitantes tienen la oportunidad de adquirir artesanía como los masqueros (checos) que son los mismos recipientes de calabaza en los que llevaban agua los pescadores, a manera de cantimploras. O también los potos y potitos (cojuditos).
por el sol y el mar
Descendientes de los mochicas se aferran a su tradición.
Guido Sánchez Santur
sasagui35@gmail.com
Caminan a paso lento, pero con la frente en alto, siempre con la mirada hacia al horizonte, allá donde se oculta el sol. Tal vez recuerdan que, desde niños, ese pedazo de mar los acogió con ternura, porque supieron dominar y respetar aquellas embravecidas aguas en épocas de marejada. Estos hombres, de piel curtida por el sol y salpicada de hazañas, son los pescadores artesanales del balneario Huanchaco, quizá la etnia más pura del norte peruano, heredera directa de la cultura mochica.
El solo hecho de observar su rutina en su medio natural es un espectáculo sin igual. La respiración se me agita y el orgullo se acrecienta de solo saber que estoy frente de quienes por sus venas corre la misma sangre de aquellos hombres y mujeres que edificaron los templos ceremoniales de la Huaca de la Luna o del complejo arqueológico El Brujo, de singular grandiosidad arquitectónica y colosales muros adornados con una iconografía multicolor y en altorrelieve, a través de la cual revelan la cosmovisión del mundo moche. También son los herederos de los constructores de Chan Chan, la ciudad de barro más grande de América y capital del imperio Chimú.
La tarde cae y los rayos tropicales del sol queman menos que el mediodía, y ellos, sin inmutarse, prosiguen sentados en la arena o en el malecón tejiendo o parchando sus redes; o simplemente mirando el mar, o caminando hacia el muelle o de retorno a su casa.
Como sus predecesores, tienen su propiedad en el mar. Sí, su “chacra marina”, delimitada por líneas imaginarias que solo ellos pueden distinguir. “Cada uno tiene un área que oscila entre los 50 y 60 metros cuadrados, la que al momento de pescar la demarcan con boyas o flotadores”, comenta Hermenegildo Díaz Urcia, un viejo hombre de mar que cuando habla lo hace como si nos estuviera dando una lección.
Este territorio marino que los pescadores ocupan los últimos años se extiende desde las zonas conocidas como El Caracol o Tablazo (frente a Buenos Aires Sur) hasta Buque Varado (al nivel de la playa El Silencio). Y se alejan mar afuera, con sus pequeñas embarcaciones, a una distancia que no supera los 5 kilómetros. “No nos adentramos más porque hacemos una pesca a base de pulmón (remando), y una distancia mayor no es posible debido al cansancio. Además, desde ese límite todavía es posible mirar la costa para orientarnos”, explica Díaz Urcia.
Estos territorios los recorren “cabalgando” sus caballitos de totora para tender sus redes, lanzar el anzuelo o extraer cangrejos. Como siempre, en cada jornada, esperan pescar la mayor cantidad de especies, porque ese es su único sustento diario. Por eso les preocupa mucho las recientes alteraciones climáticas: si las aguas se calientan o se enfrían demasiado, se alejan la especies (suco, cachema, mojarrilla, chita, toyo, lenguado, machete, etc.), y si hay turbulencia, no pueden hacerse a la mar.
“En temporada baja pescamos entre tres y cinco kilos, pero en abundancia cargamos nuestros “caballitos” hasta con 20 kilos, los que entregamos a nuestras esposas para que los vendan en los mercados de Trujillo o a los mismos restaurantes del Huanchaco”, dice Alejandro Urcia Díaz, mientras nos aclara que así manda la tradición.
LOS OLVIDADOS
Estas gentes, de una milenaria estirpe, viven orgullosos de su tradición y son conscientes que gracias a ellos el “caballito de totora” se ha convertido en icono turístico y en símbolo de la región, por ello a primera vista se muestran esquivos y recelosos porque saben que muchos los han aprovechado (les sacaron información de primera mano) y nunca les retribuyeron, y lo que es peor, el turismo aún no los beneficia directamente.
Todavía son pocos, no más de 15, los que utilizan sus embarcaciones para pasear a los turistas, pero eso ocurre en los meses de verano, en invierno los visitantes no se atreven a meterse al mar. Esto les alivia en algo su alicaída economía, y esperan que la demanda aumente.
Los que más sufren son los ancianos porque ya no pueden entrar al mar y proveerse de su sustento. Pese a ello no pierden la esperanza de que en algún momento se haga realidad el anunciado Museo del Caballito de Totora, donde hayan talleres en los que estos “viejos lobos de mar” plasmen sus conocimientos y reseñen sus tradiciones o enseñen a los turistas el proceso de confección de estas embarcaciones moches o el tejido de souvenirs. Además podrían ser excelentes guías de los visitantes. ¿Qué pasará cuando dejemos de pescar?, se interroga Urcia Díaz.
Termina la charla y Hermenegildo se pone de pie y camina lentamente, mientras atisba al océano, ese sonoro testigo de su grandeza, como si buscara una respuesta a sus inquietudes. Seguro que sus pensamientos lo transportan a sus ancestros, a sus tatarabuelos, quienes con su ingenio y destreza surcaron el mar en su enorme patacho y desembarcaron en Huanchaco para hacer de esta región un gran señorío unitario del cual nos sentimos orgullosos.
El sol se oculta, desvaneciendo las alargadas figuras de quienes caminan al filo de la playa. Me voy, con la seguridad que volveré una y otra vez -como el niño que relee el cuento de su preferencia- a mirar el mar y sus hombres añejos surcando las olas con sus “caballitos”.
LA CASA DEL PESCADOR
En una calle estrecha (jirón Bolognesi 50) paralela al malecón, está “Las Totoritas”, una casa sencilla- como las de otros pescadores artesanales de Huanchaco- que generalmente permanece con la puerta cerrada. Esta vez la encontramos abierta, ya sabía de nuestra visita y nos esperaba su propietario Luciano Díaz Huamanchumo, un viejo huanchaquero. Al entrar nos embarga la emoción: las paredes construidas de tapas (totora tejida y armazón de caña) y quincha (caña y barro).
Es una típica casa de los antiguos pescadores que conserva su diseño original. A ésta se llega por de recomendación de otras personas, pues la atención es a puerta cerrada y el público mayoritario es extranjero.
El atractivo no solo radica en su arquitectura, sino en los típicos platos en base a pescado que diligentemente prepara la esposa de Luciano, especialmente el cebiche y la chicha de jora. Esta bebida merece mención aparte, aquí solo se consume la que tiene una maceración de entre dos y tres años, cuyo sabor es único. Y para visitantes muy especiales, el dueño de casa, invita una copa de chicha de cinco años, una maravilla, capaz de equipararse al vino de la mejor calidad. El dueño de casa asegura que es curativa y que desde Canadá viene a Huanchaco un viejo conocido solo a llevarse unas cuantas botellas de esta bebida de los moches.
Después de disfrutar de la exquisita comida y la inigualable chicha, los visitantes tienen la oportunidad de adquirir artesanía como los masqueros (checos) que son los mismos recipientes de calabaza en los que llevaban agua los pescadores, a manera de cantimploras. O también los potos y potitos (cojuditos).
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