*Un recorrido en blanco y negro por el río más caudaloso del mundo Viaje para solitarios A muy pocos visitantes les gusta renunciar a los mapas y guías turísticos, para perderse en una región ajena. Mucho menos en la selva, de noche y a bordo de una embarcación de tercera clase, elegida al azar entre las numerosas que surcan el Amazonas. ¿Cómo se ve la vida desde una de esas lanchas camión que parecen existir sólo para ser vistas en miniatura desde los aviones? ¿Qué historias hay detrás de esos anónimos habitantes de la selva peruana de Loreto, para quienes el río es su única carretera? Un cronista, sin flash ni paquete turístico, fue en busca de respuestas. Un extravío de Lucas Jiménez Sánchez Con rutinario desgano, sin aviso previo, zarpamos a las siete y cuarto de una noche sin estrellas. No hay adiós de manos levantadas cuando la Linares I, un armatoste de lancha fabricado en los astilleros de la Marina de Iquitos, empieza a moverse perezoso. El puerto fluvial más importante de la amazonía peruana se ve cada vez más lejano. Dejar tierra firme en el pasado, partir a bordo de un presente sin botes salvavidas abruma, te pone a inventar argumentos, para convencer a tu otro yo de que tomaste la decisión correcta. He mirado demasiadas veces la salida, incluso ahora que el Amazonas suena bajo mis pies, impidiéndome bajar. El viaje promete ser un duelo. Si 215 caballos de fuerza no se dejan hundir por 121 millones de litros de agua por segundo, mañana volveré a pisar tierra firme. La selva manda saludos. Llueve. Acabamos de partir del desembarcadero de Masusa, frente a la ciudad de Iquitos, capital de Loreto, el departamento más extenso del Perú. Voy a navegar una noche, una madrugada y algo más en el río más caudaloso del mundo, donde se rodó Anaconda, en las aguas chocolatadas navegadas por las visitadoras sexuales que Vargas Llosa hizo saltar a la literatura. Con dos juanes (bollos de arroz y pollo envueltos en hojas de plátano) y una botella de agua mineral, empiezo a saborear mi propia aventura amazónica. Los que viajan a lugares que conocen de memoria, tienden a hablar más lento y sin emoción. A mi costado, María Mejía, una viuda de sesenta y orejas remozadas con argollas doradas, ni siquiera alza la voz cuando maldice a los gallinazos del aeropuerto Coronel FAP Alfredo Secada de Iquitos. Desde que invadieron la pista de aterrizaje cada vez hay más vuelos de pájaros que de aviones, cuenta. Que, de no ser por las aves negras que se meten en las turbinas, ya habría volado ayer a Yurimaguas donde vende pulpa de vaca. Y por eso ahora mejor bosteza, resignada a esperar el viaje lento de cuatro días. Lejos de las alas de acero y de las de rapiña, esta vendedora de churrasco comparte su camarote conmigo. Muchos de los 160 pasajeros amazónicos desconocen qué películas de suspenso, y alocadas y caníbales historias de novela, inspiró su río. Sólo saben que estas aguas son su único sendero para ir a comprar o vender algo: plátanos, balas, madera, frutas selváticas, tal vez cocaína. También para ir a reencontrarse con la familia, con los sembríos, o con los niños esperando en la escuela, en una de bandera roja, y blanca, y triste. Recorro la nave en marcha y no se bambolea. Más que embarcación parece un camión de metal, más amplio y sin llantas. Su salón de pasajeros, bañado por una luz eléctrica que todo lo vuelve pálido, fácilmente podría confundirse con local comunal de un poblado de la sierra norte del Perú. Paredes color manteca, cuerdas, sombreros, alforjas, costalillos, maletines y muchos colores de ropa colgada… es todo lo que hay en esta cárcel sin rejas, donde cientos de loretanos durante días y noches, duermen, levantan, comen, mean el río, se desperezan, y vuelven a sentirse un punto aparte del Perú. En cuestión de minutos, el segundo río más largo del mundo después del Nilo, mirado desde el horizonte por imágenes fantasmales, se ha vuelto tan inmenso que sólo somos una mancha oscura con motor. Ya perdí la noción de cuánto vamos navegando. Difícil calcular distancias en la oscuridad, madre del engaño. Avanza la noche, parecemos detenidos en la inmensidad del agua. Pero avanzamos. A lo lejos, cuando la línea engañosa del Amazonas está a punto de tragarse el reflejo de las últimas luces de Iquitos, este espejo interminable te ayuda a imaginar lo oscuro que debe verse el fin de la vida, en el instante nocturno en que empiezas a ahogarte. No sé nadar. |
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